LLEGARON PARA QUEDARSE
11/abril/2011
Si se entiende su naturaleza, objetivos y limitaciones, resulta evidente que existe un amplio margen para mejorar Mifapro
Hace cuatro años, en pleno fragor de la campaña electoral, casi ningún partido político incluyó las Transferencias Condicionadas de Efectivo –TCE- entre sus ofertas de campaña. Únicamente el Partido Unionista las propuso como parte fundamental de su programa de gobierno y sólo otro partido, el Patriota, las incluyó en el suyo como una política muy secundaria. La UNE ni siquiera las mencionó en su voluminoso plan de gobierno y no fue sino hasta meses después de haber tomado posesión que, sobre la marcha, abrazó con fervor las TCE como su plataforma central de gestión pública.
Y las TCE llegaron para quedarse. Hoy resulta impensable que algún partido las excluya de su oferta electoral, pues ello equivaldría a un suicidio político debido a la enorme cobertura (900 mil familias) del programa Mi Familia Progresa –Mifapro-. Por el contrario, es previsible que la mayoría de candidatos proponga (algunos ya empezaron a hacerlo) que no sólo va a mantener este programa, sino que lo va a mejorar. Cualquier acción en ese sentido, si en verdad quiere mejorar Mifapro, debe partir de entender qué son las TCE y para qué sirven realmente.
Como programa de asistencia social, las TCE se han extendido rápidamente en el mundo; en Latinoamérica, prácticamente todos los países cuentan con uno de esos programas. Contrariamente a los programas asistenciales tradicionales que otorgan beneficios (incluso dinero) sin pedir nada a cambio, las TCE otorgan dinero únicamente (en teoría) si el recipiendario (que debe ser alguien en extrema pobreza) certifica que sus niños asisten regularmente a la escuela y a los centros de salud.
El objetivo central de la TCE es dar un alivio económico temporal a las personas extremadamente pobres y, en tal sentido, conforman una típica “red de protección social”. Además, tienen el objetivo complementario (de nuevo en teoría) de mejorar el capital humano (educación y salud) de las familias beneficiadas, a fin de que gradualmente puedan ir saliendo de su situación de pobreza. En la práctica, sin embargo, la experiencia latinoamericana revela que las TCE tienden a cumplir el primer objetivo, mas no el segundo: hay poca evidencia de que a través de esos programas mejoren los estándares educativos ni que mejoren los índices de nutrición o de inmunización infantil. Ello no necesariamente es culpa de los programas mismos, sino de la escasísima calidad de las escuelas y centros de salud.
Sin transparencia, evaluación ni estructura sólida, Mifapro corre el riesgo de convertirse en una simple herramienta de consumo inmediato
De cualquier manera, entendiendo su naturaleza, objetivos y limitaciones, es evidente que existe un amplio margen para mejorar Mifapro. Por ejemplo, al programa no le vendría mal una generosa dosis de transparencia respecto de los mecanismos utilizados para identificar a los beneficiarios, a fin de que se eviten duplicaciones o exclusiones subjetivas, y que se minimicen los riesgos de clientelismo y corrupción que pueden deberse no sólo a fallas en el diseño del programa, sino a la propia precariedad de los servicios de educación y salud que no llevan un adecuado récord de los usuarios.
También es importante aclarar la nebulosa que existe respecto de cuáles fueron las condiciones iniciales del programa que definan una línea de base creíble, la cual es crucial para evaluar sistemáticamente el impacto del programa sobre las comunidades beneficiadas.
Una mejora de Mifapro pasa también por alejarse de la improvisación y cuantificar debidamente las implicaciones que el programa tiene sobre el presupuesto del estado, no sólo por el monto requerido para atender al gran número de beneficiarios sino que, especialmente, por el impacto financiero causado por el aumento en la demanda de servicios de salud y educación derivada de la aplicación del programa.
Y el reto más importante, quizá, será el de institucionalizar adecuadamente Mifapro dentro del aparato estatal, no sólo para asegurar la correcta responsabilidad y rendición de cuentas de los funcionarios encargados, sino para consolidar un sistema para evaluar, por una parte, cuán costo-efectivo resulta el programa y, por otra, para monitorear el cumplimiento de las condiciones de parte de los beneficiarios; si esto no se hace, el gasto efectuado en TCE podrá incidir en un aumento del consumo de la población, pero no en la mejora de su capital humano ni en el combate sostenible a la pobreza.