ESTADO Y MERCADO: EL ESQUIVO BALANCE

31/mayo/2010

NI EL ESTADO ES EL PROBLEMA NI EL MERCADO LA SOLUCIÓN ABSOLUTA

Con la crisis financiera internacional desatada por el colapso Lehman Brothers en 2008, los activistas sobrevivientes del difunto socialismo real sintieron una bocanada de oxígeno que los animó a proclamar el final del capitalismo. Hoy día, con similar entusiasmo y alentados por la crisis de la deuda soberana de los países del Mediterráneo europeo, los golpeados campeones del fundamentalismo de mercado salen a pregonar el fracaso definitivo del intervencionismo estatal. La verdad, como es habitual, tiende a estar entre los dos extremos.

El manido slogan de “el gobierno no es la solución, sino el problema” quedó desvirtuado por la oportuna, masiva y relativamente efectiva intervención expansiva de los gobiernos de los principales países industrializados que, durante 2008 y 2009, impidió el colapso de la economía mundial. Sin embargo, algunos de estos gobiernos no lograron reconocer que su intervención en los procesos económicos debió limitarse al objetivo de permitir que el mercado, la competencia y la libre disposición de los bienes volviesen a cumplir con el rol de eficientes asignadores de recursos y promotores de prosperidad. Así, países como Grecia, Portugal y España se embarcaron en un peligroso aumento de su deuda pública que los ha llevado al borde del colapso económico.

Lejos de esas actitudes extremas, es menester reconocer que el mecanismo del mercado sigue siendo el modo más eficaz para procurar el bienestar material de las personas. Parafraseando a Churchill: el sistema de libre mercado es el peor instrumento que existe para generar eficiencia y prosperidad, excepto por todos los demás sistemas conocidos hasta ahora.

Con esto en mente, los gobiernos deben enfocarse en reconocer las situaciones excepcionales en las cuales están llamados a intervenir en la vida económica de un país. Por ejemplo, el caso de la regulación anti-monopolio es, evidentemente, una responsabilidad de cualquier gobierno que se precie de favorecer el libre mercado, ya que la fuerza motriz de toda participación de los oferentes de bienes en el mercado es el afán de lucro, y es precisamente la competencia la que obliga a los oferentes a emplear los factores de producción buscando la mayor eficiencia económica.

Otras áreas en las que el mercado tiene fallas que justifican la acción del gobierno tienen que ver con las llamadas “externalidades”, que representan los costos o beneficios por los cuales aquél que los genera no paga directamente, tal el caso de la contaminación ocasionada por ciertas actividades productivas. También el caso de los productos o servicios conocidos como “bienes públicos”, por los cuales no puede cobrarse un precio específico a cada ciudadano, tal el caso de los servicios de defensa nacional, o los que prestan las carreteras y parques públicos.

Los gobiernos también deben preocuparse por la equidad en el acceso a los medios de producción (lo que los gringos llaman “nivelar el terreno de juego”), a fin de propiciar la paz social que se vería amenazada si la distribución del bienestar económico es percibida como desequilibrada o injusta por la mayoría de la población, para lo cual la intervención del Estado implica políticas por el lado de los ingresos tributarios o por el lado del gasto público.

La principal dificultad que hoy, como siempre, enfrentan los gobiernos, es la de encontrar ese esquivo balance entre el funcionamiento libre del mercado y la excepcional, pero necesaria, intervención estatal. Las acciones e intervenciones del Estado sólo se justifican cuando suplen o robustecen a las acciones que emprende cada individuo. Ello implica la existencia de un gobierno compacto, es decir, fuerte, eficiente y relativamente pequeño, que vele permanentemente porque en la provisión de bienes públicos y en la aplicación de políticas de mantenimiento de la paz social se mantenga una relación equilibrada entre el fin y los medios, de manera que se evite el despilfarro de los escasos recursos fiscales.

Las acciones del Estado sólo se justifican cuando suplen o robustecen a las acciones que emprende cada individuo

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