ENTRE RISAS Y REZAGOS
Guatemala sonríe más de lo que progresa… y eso debería preocuparnos
En semanas anteriores, mientras el país celebraba la clasificación de la selección de fútbol a la siguiente ronda, pasaron relativamente desapercibidas dos publicaciones que nos confrontan con una realidad menos festiva. Se trata del más reciente Reporte de Felicidad Mundial y del nuevo Índice de Desarrollo Humano (IDH), que contienen datos reveladores sobre Guatemala y —más allá de su interés técnico— ofrecen pistas valiosas sobre las prioridades que deberíamos adoptar como sociedad.
El primero evalúa el nivel de satisfacción con la vida en 146 países, con base en una encuesta que se realiza a nivel global. Guatemala ocupa el puesto 44 a nivel mundial, y el noveno en América Latina, superada por países como Costa Rica, México y Uruguay. Aunque seguimos ubicados por encima de la media global, lo cierto es que en apenas cuatro años descendimos 14 posiciones, desde el lugar 30 en 2021.
Somos felices para nuestro ingreso, pero pobres para nuestro nivel de optimismo
Resulta llamativo que, a pesar de los bajos niveles de ingreso, seguridad o escolaridad, los guatemaltecos seguimos reportando una vida razonablemente satisfactoria. Esto se explica, en parte, por nuestras sólidas redes familiares y comunitarias: comemos juntos, ayudamos al vecino, donamos generosamente. De hecho, Guatemala aparece en el lugar 20 en el subíndice de donaciones. Pero cuando se trata de confiar en extraños, policías o instituciones, nos hundimos al fondo: puesto 127. Esa mezcla de calidez interpersonal y desconfianza estructural es, sin duda, muy chapina.
El segundo informe, el IDH, mide aspectos más tangibles: esperanza de vida, escolaridad y nivel de ingresos. Guatemala aparece en la posición 137 de 193 países, apenas dos puestos mejor que el año anterior. Estamos entre los rezagados de América Latina, por delante solo de Honduras y Haití. Aunque ha habido progreso desde los años noventa, hoy el avance está estancado. Y si se ajusta por desigualdad, nuestro índice cae una cuarta parte.
En resumen: somos felices para nuestro ingreso, pero pobres para nuestro nivel de optimismo. Esta paradoja chapina se sintetiza en una frase: sonreímos mucho, pero progresamos poco. Una paradoja que debería alarmarnos pues, si no hacemos algo, podríamos quedarnos atrapados en esa cómoda pero engañosa sensación de optimismo.
Ambos índices apuntan a los mismos nudos: baja inversión en capital humano, servicios públicos de mala calidad y un entorno institucional que genera mucha desconfianza. Romper esa trampa requiere más que crecimiento económico: exige que el Estado invierta mejor en su gente. Tres áreas son prioritarias. Primero, nutrición y primera infancia: se debe duplicar la inversión en los primeros mil días, pues un niño bien nutrido aprende más, gana más y vive mejor. Segundo, educación de calidad: hay que dejar de contar aulas y comenzar a medir aprendizajes, mejorar capacidades docentes, formación continua y evaluaciones serias. Tercero, confianza institucional: cuando las reglas se cumplen y la ley se aplica, florecen la economía y el bienestar.
En la columna anterior destacamos la resiliencia de nuestra economía, pero esa resiliencia no basta si el progreso no se traduce en vidas más largas, más educadas y plenas. No basta con tener amortiguadores macroeconómicos si seguimos condenando a la gente a la informalidad, la malnutrición o la desconfianza crónica. Guatemala se caracteriza porque su gente quiere salir adelante, confía en su círculo cercano, y enfrenta la adversidad con una sonrisa. Pero hace falta que esa sonrisa venga acompañada de capacidades reales y oportunidades efectivas. Solo entonces seremos, al mismo tiempo, felices y desarrollados.